Las estanterías de Ernest.
"La religión mal entendida es una fiebre que puede terminar en delirio"
— Voltaire
Ernest es un hombre mayor. El tiempo lleva
escapándose de él durante más de setenta años. Cuando ya son las nueve, la
dulce Lala le avisa de que es hora de cerrar y sonríe emocionada por la noche
que ha preparado para hoy. Ernest sonríe desde detrás de su bigote y se levanta
de su rincón para darle la vuelta al cartelito y correr la cortina. Se acerca y
cuenta con ella las monedas de un día levemente homenajeado, un día como el de
hoy, un día que algunos recuerdan.
La
tarea de un librero se desarrolla sobre todo entre estanterías. Lala también la
desarrolla en ese ordenador suyo. Ella se encarga de todo lo tecnológico y él
disfruta de poder seguir en su librería después de tantos años. No obstante,
para el hombre que tantos años lleva ejerciendo, al que ya le tiemblan las
manos y se esconde detrás de sus gafas cuando atiende a algún cliente, con
cierta timidez y emoción, la tarea de un librero sucede entre las costillas.
Rodeados de libros, Ernest y Lala se
sonríen y cierran la caja con un ring. El ring hace eco más tarde cuando,
después de que ella se ponga su chaqueta y su bufanda, cruza la puerta
sujetando la biblioteca que esconde detrás del mostrador. Noviembre se ríe
entre dientes, divertido. Ya es de noche, está oscuro cuando Lala desaparece
calle abajo, despidiéndose con la mano. La gata se queja, sabiendo que su amiga
se escapa. Araña la puertecita y se vuelve para ver al hombre que corre la
cortina.
Mientras Lala deja para Ernest la ardua
tarea de cerrar la tienda y desaparece entre las coquetas y viejas calles de
París, el hombre recuerda todas las partes que reconstruyó de la escalera a su
buhardilla. Recuerda todas las horas y los días que dedicó para hacer de aquel
pequeño lugar un hogar.
Como todas las tardes, sube las escaleras
con paciencia y perseverancia. Deja que el animal que le hace compañía se
adelante como una niña traviesa. Acaricia con sus arrugadas manos su lomo una
vez se sienta, después de ponerle leche en un cenicero que sus hijos le
trajeron de Benidorm. La observa mientras se bebe la leche, sentado en su
cocina. Suspira y deja que la bombilla desnuda que cuelga en su techo ilumine
el reloj que hay sobre el televisor.
Para un hombre que jamás ha creído vivir
en la pobreza, el simple televisor que sus hijos han querido cambiar mil veces
y sobre el que se apilan un montón de aparatos nuevos, le parece pobre
compañía. Lo apaga y queda con el animal y una tila, a solas. Abrigado con su
bata, tararea hasta que llega el sueño.
Ernest se arrastra por el pasillo,
ataviado para la comodidad de un hogar que necesitaría la tenacidad de su
querida Rosa para repasar el orden de los quépongos del pequeño tocador de la
pequeña habitación de matrimonio. La gata, por supuesto, le sigue. El cascabel
canta cuando salta y se tumba en la cama, esperando fiel a que Ernest llegue
con su lentitud hasta el lado de la cama que ilumina su lamparita. Antes de
acostarse, se quita el reloj. Lo deja sobre los libros que ha apilado junto a
la cama y sonríe viendo el dedo en el que hace años embutieron un anillo.
Se queda dormido pronto en la ciudad que
en su juventud soñó. Ernest ha labrado su vida en el consagrado gremio parisino
con la devoción de un poeta. Ahora que sabe que se le está acabando de escapar,
que ya sólo le quedan los últimos granitos, le quedan pocas cosas más que
soñar. Es una sensación reconfortante a la que sigue el descanso. Rodeado de
mantas, se queda dormido como un niño, vigilado por la gata.
Un ruido le despierta, ¡bam! El cascabel
se altera y todo vuelve a la pausa de la noche. Gruñendo, un perezoso Ernest
tira de la manta y deja que la gata se vaya a explorar. La oye bajar las
escaleras y el silencio la sigue. Después más golpes.
Ahora preocupado a la par que
incrédulo - ya que nadie robaría a un pobre librero en una noche de viernes -,
baja a su pequeño establecimiento de una callejuela chiquitita, alumbrada por
la luz de las farolas de la calle a través de las cortinillas. Al principio no
enciende la luz, mirando a través de su borrosa vista anciana. La desnuda
bombilla de la cocina le alumbra cada escalón.
Cuando prende la luz de la bombilla de su
pequeña librería, observa los tomos aleatorios que se han arrojado de sus
estanterías. Algunos de los libros que han caído parecen querer salir a la
calle, cercanos a la puerta. Ernest siempre ha creído que el mundo es una gran
estantería, con órdenes diversos e ilógicos, en los que cada uno es un libro.
No es de extrañar que le sorprenda ver los libros en el suelo pero sí que,
respecto a ello tan solo se maraville. Algo ocurre. Le cruje la espalda cuando
se agacha a recoger un tomo de Voltaire, que ha caído abierto y despojado de
todo, casi triste. La gata maúlla observándolo.
Por un momento, Ernest piensa en dejarlo
todo como está. Una vez ha recogido el tomo de Voltaire, recuerda que no puede
ser desordenado si quiere seguir siendo un respetable librero. Por esa razón
empieza a apilar los libros en su mostrador. Esta noche parece demasiado viva.
Las luces de las calles se apagan y queda encendida la de su local.
Sin saber explicar porqué, más libros se
caen. Traviesa, la gata se refugia en los huecos que las estanterías generan al
vomitar. Ernest, que escucha como el mundo regurgita, se detiene un momento y
enciende la vieja radio roja que tiene allí abajo y que ya no usa nunca porque
Lala la pone desde el ordenador.
Noviembre castañea. El reloj da la media
noche y todo lo que sea que ocurre, continua pasando. El día se prolonga.
Finalmente, Ernest descorre la cortinita de la puerta y sujeta al gato con el
pie. Se asoma a la calle y la radio se conecta con el golpe de un último libro.
Habla y explica, de fondo. No hay nadie en las calles pero el suelo tiembla un
instante. El hombre piensa en encerrarse en casa. Y lo haría de no ser por la
pequeña palomita de papiroflexia que, colgada del escaparate, proyecta su
sombra en el suelo de la carretera que hay delante.
Con el corazón encogido en el pecho, se
pregunta por Lala. Lala a la que le gusta hacer palomitas de papiroflexia. Lara
y su concierto. Busca su teléfono. Pero a Ernest se le escapan las
comunicaciones de este nuevo mundo y es incapaz de encontrar su libretita de
números. Las manos le tiemblan. Solo catorce pies frente a su puerta, golpeando
con suavidad de impaciencia, le despiertan de su ensueño. El hombre abre la
puerta a los siete jóvenes que apenas farfullan su idioma, con un francés de
marcado acento extranjero. Por un momento teme dejar entrar a extraños en ese
lugar que tantos años ha tardado en construir. Al siguiente, con toda la
gentileza que la preocupación le permite, les indica por señas que volverá a
por ellos.
Le cuentan, cuando él ya ha vuelto a bajar
sus escaleras ataviado con mantas para ellos, con las rodillas cansadas, que
hay cuerpo sin enterrar calles abajo. Sus ojos se abren, sorprendido. Movido
por la imaginación, acuna a los jóvenes en su pequeño espacio del mundo. Parte
de él quiere echarse a llorar como una muchacha que se acuna contra su amiga.
Lo que resta de él desearía que sus idiomas estuvieran confundiéndose y sólo
fuera un error de traducción. Pero por desgracia, a este perro viejo, ni
siquiera le engañan sus mismos deseos.
Traduce, pues, para los jóvenes, la breve
información que ofrecen las radios. La voz se le quiebra cuando actualiza lo
que sabe sobre las calles, sobre el estadio, sobre el concierto. Normalmente le
tiemblan las manos pero esta vez se le detienen, firmes. Su mano está posada
sobre el ahora recogido tomo de Voltaire.
El
viejo Ernesto se adelanta, hacia los jóvenes. Pone en las manos del que más
francés sabe el libro que ha recogido de entre las pilas de su mostrador. Mira
sus estanterías vacías, sus libros sobre el mostrador, apilados. La radio sigue
hablando. Les pide que se refugien en su humilde buhardilla, los acoge en su
hogar. En esa noche que se retransmite en las redes sociales, Ernest es un
analógico con una nevera pequeña y dos bricks de leche. Por lo menos, ofrece,
le queda un poco de café.
Ya cobijados en la seguridad, pide a los
jóvenes que le ayuden a llamar a Lala. Ellos se hacen cargo del teléfono pero
ella nunca contesta. Ernest, temiendo lo peor, se disculpa y baja en busca del
gato, que ha quedado en su nuevo escondrijo, entre las estanterías.
Cuando enciende la luz, la puerta está
abierta y Voltaire, cabezón, se ha arrojado lejos de los demás. Con la nariz
arrugada, el hombre comprende. Ahora solo en su tiendecita, aunque parte de él
no quiera ser pasto de lo que ocurra o impedimento de quien los proteja, ignora
a la gata que maúlla y se carga con sus libros. Entrando en las frescas calles
de este tardío otoño, el hombre deja todos sus libros sobre la acera y regresa,
trayendo más consigo.
Los jóvenes se asoman, temiendo por
él, para encontrarle transportando los libros del interior al exterior de su
tienda. Por un momento, el joven ucraniano que apenas hace un año que vive en
la ciudad, piensa que ha perdido la cabeza. Le pide que regrese a su
desordenada tiendecita, que se cubra. Los hombres que han intentado aterrorizar
París esta noche lo han conseguido pero él no consigue que el anciano Ernest
entre en vereda.
— ¡Vuelva dentro! — Le pide el muchacho, sujetándolo por
los hombros.
Pero el hombre le sonríe y sujeta sus
libros. Le mira a los ojos y, con decisión, termina. Lleva los últimos libros a
la calle y se detiene a observar los libros que, apilados en la calle, han
dejado de saltar.
— Mira bien esto, hijo. — Habla Ernest. — Yo he vivido mucho
tiempo y sé qué vendrá mañana. Me acuerdo de todas las velas que habrá y de las
flores. No hay ni un solo hombre que pueda decir que las pérdidas de esta noche
nos serán ajenas. Nadie de nosotros, dijo un amigo, es una isla en sí mismo.
El
joven, que quiere seguir las indicaciones de la policía, mientras se buscan a
los responsables, le apremia de nuevo.
— Hace frío y hay comida, hijo. Entra dentro, ve tu. Por esta noche,
yo no descansaré. Ya soy mayor. Un viejo librero en una casita pequeña con una
pequeña tarea. Yo espero, esta noche voy a esperar. Esperaré hasta que la gente
camine de nuevo por las calles, hasta que se vuelvan a atrever. Porque mañana,
con el sol, además del horror, volverá la vida. Como todos y cada uno de los
días de esta tierra. Mañana, amigo, seguiremos aquí. ¡Ya has oído la radio! No
todos podrán decir lo mismo. Tú y yo sí.
» Todos estos libros — continúa Ernest — tenían
que salir de ahí, de esas viejas estanterías. Deben estar aquí para
mañana, para cuando todo vuelva. Porque, para mañana, cuando despertemos, si es
que hemos podido dormir, cuando toda la realidad nos empape, cuando el cuerpo
nos pida olvidar, alguien necesitará llevárselos. Se querían ir. Nadie
más que ellos sabe, lo que significa abrir fuego contra un símbolo. Algunos de
ellos han oído hablar de las bibliotecas quemadas y temen terminar en una de
ellas. Otros han sido más valientes y han saltado sin más.
» Se acuerdan, amigo. Como nosotros recordaremos esta
noche. Y mañana, cuando estemos demasiado cansados para visitar lo que ocurrió,
deberemos, como ellos, salir a la calle. Deberemos esperar a ser abiertos y
descubiertos, deberemos esperar a ser atendidos y comprendidos. Tener en cuenta
el tiempo que nos costará acabar de ser leídos. Algunos ya han acabado esta
noche. Por desgracia, yo aún sigo aquí. Me temo que aún me queda de eso que
llamamos tiempo, ¡por el dinero no te preocupes! Soy un librero muy viejo, yo.
Podré aguantar un poco de pobreza. Pero hay gente que mañana despertará
hambrienta de verdad, hijo. Mañana será un día difícil.
Habiendo oído esto y siendo que no había entendido del
todo qué quería decir aquel librero de nombre Ernest, el joven ayudó al anciano
a sacar todos los libros que pudiera tener. Una vez todos expuestos, el hombre
aceptó entrar. Quiso quedarse abajo, esperando en la silla en la que había
estado sentado la última tarde, junto a la bonita piel tostada de Lala, la
joven que le ayudaba a manejar la tiendecita. Miró sus estanterías vacías y se
rió, bromeando consigo mismo.
Así, la mañana ha besado París hará unas horas, la
noche ya ha terminado. Ernest no ha podido descansar esta noche: se ha
mantenido con su gato y sus ojos abiertos, esperando a que la puertecita suene.
Los jóvenes han dormido hasta tarde. Han intentado moverle de su sitio y han terminado
bajándole el desayuno.
Sorprendidos, unos policías, han pasado frente a las
montañas de libros y han llamado a la puerta para preguntar. Como en estado
catatónico, Ernest ha tardado en contestar. Lo ha hecho con una mano, con un
gesto gentil para indicar que podían llevárselo. Y allí estará hoy, y
mañana, y al siguiente.
Allí quedará el viejo librero,
viendo cómo la gente se atreve a cazar un libro, esperando que
les ayude hacerlo, cuando por fin vuelvan a las calles. Esperará a la joven Lala,
analógico como él solo es. Acariciará a la gata y descansará, por fin, cuando
el último libro se esfume de delante de su tienda.
No habrá una llamada que le explique dónde está Lala,
la jovencita que ha trabajado con él estos últimos tres años.
Pero allí quedará él, con sus estanterías vacías.
Pero allí quedará él, con sus estanterías vacías.
Ernest es un hombre mayor, alguien que, por desgracia, ha visto esto antes. Y ha leído mucho, el curioso librero. Por esa razón no deja que la barbarie borre todo lo que de la bondad del hombre ha conocido. La noche pasada él atentó contra el horror, dando al mundo y a quien lo necesite, cobijo en un libro.
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