Enmarcada en
la ventada y enredada en una manta, tenía una mejilla congelada contra el
cristal y la otra ardiendo por la fiebre. Enferma era la palabra correcta.
Llevaba nueve días confinada en el interior de su casa, con la cabeza enclaustrada
y los ojos vidriosos. Era como si se hubiera convertido en un mensaje en una
botella. Sentía el papel atrapado en la garganta, en él escritas todas las
palabras que jamás diría, todas las que no escribiría. Cobijada ella en su
rincón favorito y la hipotética nota en su tráquea, el viento se quejaba por el
silencio de la casa.
Teresa sentía
el invierno asfixiante y reconfortante a la vez, algo difícil de explicar sin
anestesia. Lo observaba llegar como de niña había esperado a ver aparecer el
coche de sus padres a las ocho y media de la noche. Estiró un pie para tocar el
suelo y recolocarse en el hueco de la ventana, sentada en el cojín que había
dispuesto allí, ¿hacía cuántas horas?
Estiró una
mano y acarició los goznes, fríos como témpanos de hielo.
Sólo entonces
volvió la vista atrás, observando la madera del suelo y los listones que
recubrían las paredes de su caseta. El color castaño de su piel, el calor del interior
de la casa y las hojas de los libros que había esparcido. Le vio donde no
estaba, al Otoño. Se mordió el labio inferior sin saber si sonreír. El tiempo
es algo curioso y tiende a jugar con nosotros sin importarle descubrir sus
trucos. Con la mejilla ahora lejos de la ventana, Teresa arrastró la manta
consigo al ponerse en pie. Abrió la ventana y notó el viento frío que predecía
su llegada.
Era esa época
del año. Defenestró un par de hojas que habían quedado enganchadas al alfeizar
y asomó la mitad de su cuerpo. Su largo pelo ondulado caía como sólo las
tormentas descargan. Por aquella calle una vez, vio una vez cómo se llevaban el
sol. Todo recto hasta el final, pensó. Con el abrigo sobre los hombros y las
manos en los bolsillos, con un par de mechones demasiado largos en la nuca,
caminó hasta que el horizonte se lo tragó. Ella le vio partir y se quedó
sentada en su ventana, con una sonrisa estúpida y el aguijón tan clavado como
clavadas estaban las estanterías que se quedarían huecas y olvidadas en unos
días.
Muebles
recogidos y cajas de cartón fueron obstáculos fáciles de esquivar de camino a
la cocina. Recogió el polvo con los calcetines. Abrió el cajón de la cocina y
las contó: quinientas velas para nueve días más. Y al cerrarlo esta vez, juró
que algún día, algún año, alguien las soplaría en la tarta de un pastel de galleta, chocolate y un poquito de vainilla.
Lunes 9 de Noviembre
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